
Que la paz esté contigo, Señor, si en algún lugar estás, si en algún lugar fuiste, y todavía te calzas, tenuemente, como en los hornos no se funde el pan y sólo se infla insensatamente tras no lograr fluir. Tan cierto como pueda ser mentira que todavía quede un poco de furor en mi vida, un espíritu pobre frotándose morbosamente contra el imperio más rico. Es el rebaño de los elegidos, siempre vivos, sonrientes, cual rojas bocas de fuego que no hallan asiento en el cielo. Por Usted enrollo mi lengua en mi caja de fósforos y pienso: debo esperar antes de que en mí pueda arder una astilla semejante a tal idea. Sería de un color celestial y monótono, ninguna comparación con toda la plata en la sangre que ha de juntarse con el polvo algún día, cuando ya no sea, y decir: al fin y adiós. Lo sé muy bien y no me aterra.
Perdónate, pues, por estar dentro de Ti a como yo me he perdonado por quedar fuera de mí: un espiral escalándose, cualquier basura que no pueda conformarse con ser nada menos que un fantoche del vano mundo, un vicho enjaulado en las sinuosidades de un círculo y que no se conforma con quedar sólo eso. A pesar de Darío, yo no persigo una forma que no encuentra su estilo, o el huevo que fue primero y las gallinas que fueron después, y que nada por nada detrás del espejo del conocimiento frieron en una sartén de las probabilidades. Es decir, porque si los Dos existen, antagónicos, no quiero tener nada que ver nada con ustedes. Absuélvanse por haber deseado más; por haber llevado en su viaje más de la cuenta, y déjenme de una vez por todas respirar mi sangre tranquilo.
Llevo mi casa conmigo a todas partes, y eso me basta: cargar mi soledad a cuestas como un hijo en vientre, ningún rey sin corona, pero la percepción de disfrutar de todo el oro efímero, incluso de toda mala interpretación que se dé de mí. Me gusta, realmente, que llueva de vez en cuando ácido sobre mi cabeza para morder talón de hierro en el oficio de cagarla como cualquier humano la caga, justo en ese instante en que todos están allá afuera creyendo disfrutar, oh, conmovibles, del verano, y no gastar el aliento de una llama en contradecir cualesquiera de sus apreciaciones.
No cabe el nombre castigo en este mundo. No me convida a creer que toda la tragedia tiene un móvil inspirado por una sobre-mente perfecta, latente en cada átomo, y bien que es justo precisar que todo átomo vibra y se sostiene en el vacío. ¿El mundo? ¿No es acaso un interesante collage? Una batidora expectante donde todas las mezclas se sujetan, y se crea y se destruye lo que no se crea ni destruye. No soy muy joven, verdaderamente no, para escribir notas tan escalofriantes, y no lo son más que ante el escalofrío natural y subjetivo de una cabeza con mil y ningún justificaciones para decir: oh, no escribe sobre amor para el prójimo, etcétera, etcétera.
Por eso digo: no me atreveré a volver a nacer con sueños de amor y esperanza. Y mucho menos quiero ser un Rubén o un Carlos. Quiero ser, como dijo una poeta, “simple y llanamente”, Hanzel Lacayo. Y estoy jubiloso y fresco como una cicatriz recién hecha ante cualquier oposición u obstáculo, porque me gusta que duela mucho y es el único furor al que respeto, y cuando no duele es casi tan jocoso como una buena broma en tiempos del cólera amigo.
No hay terror, verdaderamente, en las cosas. Los ojos, bocas, manos suyas, son el terror. Haced con ellas buen fuego, si aún os queda leña para amaros u odiaros entre vosotros. Ya no vivo en aquel árbol que fue derribado, pero he hecho tablas bien macizas. Y creo que de esas tablas se trata, y lo que haré con ellas después; no lo sé aún, ni es hora para saberlo, pero las tengo firmemente asidas al lomo, y estoy esperando… ¿Qué más puedo desear?
Hanzel Lacayo
Fotografía: "Headless" (2008) ©