—¿Vas a venir a Bélgica?
—Aún no lo sé; pueda que tal vez…
—¿Cómo no lo sabes acaso? Si me eres leal, deberás seguirme siempre.
—¿Por qué habría de serte leal?
—No lo sé; me pareció una buena excusa.
El olor de tu cabello ha quedado sellado en mi almohada. Así lo has predispuesto. No quiero que desaparezca. Por eso debía llover esta noche, para dar un sentido de perfume denso a tu cabello, que es casi como si la música fuera urdimbrada en finas hileras de castaño puro, incapaz de ser dorado por el sol. Los rayos tristemente rebotan cuando te incorporas en el viento, mientras cortas el espacio con frases infinitesimales de tus ojos, que callando, me llaman a tu encuentro. Tu piel es el agua esta noche; no la lluvia.
—Tranquilo, no voy a leer lo que estás escribiendo.
—¿Por qué?
—No lo sé; pareces incómodo.
—No me incomoda escribirte.
—Durmamos, y así podrás seguir... Si duermo por lo menos cuatro horas, estaré bien.
Me gusta pensar que soy pequeño entre tus brazos, que como un ave muerta me tomas para no soltarme nunca, y que de tu calor austero vivo como del sol en la cúspide del cielo, sin extrañar el sabor salado de los peces, la dulzura escueta de una fruta, semillas que son tantas para amar por su recuerdo a sus mil y un cerrados ojos todavía a su corteza conflagrados. Si por estar tranquilo pudiera dormir para siempre, quisiera ser una piedra de tu tumba, resistirlo todo antes que alguna mano conocida me arranque de ti.
—No escribía algo así desde hace años.
—¿Desde la última vez que te enamoraste?
—Desde la última vez que empecé a olvidar.
—¿Y si no vuelves? ¿Y si no me sigues?
—Lo pensaré. Es muy temprano aún para cerrar el Paraíso.