NOTA DEL AUTOR
Mi primer encuentro con la microliteratura se dio allá por 1996, cuando
en la biblioteca del colegio me encontró Ars Combinatoria de Michèle Najlis. Al
principio, el libro no creía en mí. Pensaba que, por tener mucho espacio en
blanco, no lo cuestionaría nunca. Lo cierto es que yo no estaba preparado para
hacer muchas preguntas; al menos, no las precisas. No lo culpo. Mucho hacía
ofreciendo respuestas que mis sesos juveniles poco digerirían sino con la
lectura de la vida a través del tiempo. Me leía unas dos veces por semana; por
varios meses esto, hasta que la frecuencia comenzó a mellar durante mis años
de secundaria. Pero el libro regresaba con su forma hasta a mí,
interpretándome, reduciéndome; porque es posible que el libro pueda leer mar
adentro en los ojos, y llamar. Para una edición de 10 000 ejemplares, no
resultaba improbable encontrarse a menudo con alguno de tantos en las
librerías de aquellos tiempos. Lo adquirí en numerosas ocasiones, pues los
ejemplares saltaban de mano en mano como liebres que se ahogan en el
sombrero sin regreso de los amigos. Esta liebre se ha hecho hoy en día tan
pequeña que no alcanza ya en un sombrero. Muchos quieren llevarla puesta,
pero aducen displicencia, distracciones, compromisos, pensando que no da
suficiente abasto para cubrir del sol, la lluvia y las piedras. Pero será que la
microliteratura lo hace tan bien que no podemos cegarnos ante la realidad de
que libros como ésos van siempre llenos como las bolsas en los ojos al
alcance del receso, los almuerzos y los viajes cortos; libros que se leen rápido,
y no por ello duran menos.
En los 4 años sucedáneos no pasaron muchas cosas. Como un
polluelo que rompe huevo y, lo primero que ve no es un ave parecida a él sino
al rapaz en cuyo nido el colibrí depositó el huevo por error, éste aprende a
correr como él, a comer como él, a ver el mundo como él. Mi inquietud por el
microrrelato me encontró nuevamente con su corte de sien sin cristalinos
cuatro años después, a inicios de 2000, casi paralelamente a la creación de
los poemas de “Discrepancias”, los clásicos vuelos poéticos y la sagacidad
de los picos presentes no importaban más que en la medida cómo lo escrito
pudiera cavar túneles que a ese pájaro subterráneo calzaran apretados
como un corsé (un corsé que va en el cuello). Apenas empezaba a asomar
cabeza, y había reunido alrededor de treinta microrrelatos. En aquel
entonces los hablaba mucho con Ezequiel D' León Masís, quien a su vez
con poco recreaba y exhortaba a tomarme todo este asunto muy en serio.
Tal vez mi error fue pensar que alguien serio es siempre alguien mayor
que escribe miligramos, alguien a quien confié mis manuscritos en el
Ranchón Ecológico, alguien que los dejó olvidados en algún lugar. Y es que
cuando se pierde un minicuento en la cabeza, no es tan terrible (el
minicuento sigue ahí: retornable, transfigurado). Cabalgará en algún lapsus
freudiano o reencarnará en otras literaturas. Pero cuando se pierde un texto
terminado, donde no lo sabe nadie y sólo uno lo sabe, es como perder el
hígado. El águila volverá una y otra vez por más y, al no encontrar, arrasará
con los demás órganos. Es la extinción de la totalidad; el hígado no volverá a
crecer.
La frustración fue tal que inactivó mi interés por la prosa en general, hasta el
año 2011, quizá, cuando conocí a Alberto Sánchez Argüello, asiduo microcreador
quien despertó al duende por tercera vez y me enseñó muchas cosas sin querer.
Me enseñó que no era malo reír y que invertir en menos no era una pérdida.
También me enseñó que la generosidad existe. Al ponerle tanto cuidado a esta
edición sin pedir nada a cambio, puso las alas que soñé para Maletas Ligeras. Si la
generosidad puede prevenirnos de hacer sólo todas las cosas y hacer todas las
cosas solo; enseñarnos a confiar mejor en quien no se ha buscado y ha llegado, por
ende, sin hallar, ¿cómo agradecer? Tal vez los primeros esfuerzos micronarrativos,
al igual que mi poesía, debieron ser así: aislados, sin buscar aprobación ni consejo
de nadie. Por esta razón, quiero creer que todos los accidentes son pérdidas justas.
Recién platicaba con Javier González Blandino sobre otras pérdidas, las de
forma que implica el género; me comentaba que veía el microrrelato como “el
disfraz de muchos fanfarrones que encubren su falta de pericia para la maniobra de
los procedimientos narrativos, en historias que parecen arrojadas por una galleta de
la fortuna.” Creo que tiene mucha razón, y vi en esto la muy difícil brechadel
panadero que ha querido moldear y hornear solamente con lodo. Hay alguien más
a punto de soplar, que no es el creador. Con Maletas ligeras quise jugar el papel del
minicuentista triste, a menudo tragicómico; el pesimista que boga con la cabeza
en alto y a veces se atreve a reír. Alguien en cuyos últimos meses, tuvo poco
tiempo para leer y escribir narrativa (la mayor parte del libro se escribió bajo el
agua); alguien que ha querido, por ahora, divertirse a su manera sola, nostálgica, y
ocultar,más que mensajes de suerte en las galletas de la fortuna, unas cuantas
partículas de vidrio y limadura de hierro, enrojeciendo los labios con heridas que
sanan para mañana,o los remanentes de las amalgamas que se destruyen de
repente y pueden abrir orificios en las vísceras,quizás hasta partir con la noción de
que ha hecho las cosas con reglas un poco diferentes.
Fue hasta que revisé la estilística del humor que pude sonreírle seriamente
a la predictibilidad de la forma con la que este género se des-genera, la sonrisa seria de lo que no llega a convertirse en un chiste o una elucubración de juegos de
palabras, que no deja de ser válida si se raciona. Tal vez, si el microrrelato
pretendiera demonstrar una capacidad, al hacerlo, demostraría inmediatamente su
incapacidad de permitir al lector seguir soplando el barro, narrando
omniscientemente e, incluso, profanándonos en una experiencia extracorpórea.
Esto mucho tiene que ver con la vena de los autores y sus lectores, lo que han
edificado con el tiempo; y con cuestiones como si habremos de respetar al texto por
su autonomía, su relación con textos equivalentes, su armonía grupal o su
autocracia todopoderosa, sea pues: Su capacidad transformadora. Entonces sí,
creo yo, es viable navegar por estas aguas responsablemente. Yo tal vez he querido
llegar al delta con el barco de papel por un río seco… o llegar cual salmón diferente, a este estanque sólo para morir; pero cada vez me fío más de este destino en el temple de quien agrega al punto final dos puntos adicionales para validar lo
suspensivo: Este inventor sólo puede ser un fiel lector, abierto a cerrar el libro
abierto, infinitas veces.
Con este clase de semilla en la mano, al microcuentista no le queda
más que aprender a decir adiós a la novela posible por cauterizar una idea
que le obsesiona en pequeño, al verso de un poema para que no viva en el
poema, armarse de menos cosas en naufragios de recursos limitados (de
los que sus aflicciones ya no se dotarán) y aprender a hacer que todo quepa,
aprender a viajar ligero. Con esto no quiero renegar de la validez y
responsabilidad de la estilística de obras que sí narran con riqueza. (Estoy
consciente de las imposibilidades de este des-generado). Y es que no falta
quien quiera batallar montado en una pluma. Espero haber creado el
pájaro completo. Tal vez éste sea el punto que permita paso a más vectores
en una ceremonia más dilatada con otras formas de narrativa, y que la viola
no sólo ha hecho lo que una viola.
Por otra parte, he querido engarzar mortalmente muchas historias en
tándem. Sobre el Estereoscopio de los solitarios, J. R. Wilcock consideraba
su libro como “una novela con setenta personajes que nunca llegan a
conocerse.” Yo no he contado los míos, pero sí sé que no están solitarios.
Creo que algunas de los más cortos no sobrevivirían sin sus posteriores o
predecesores, muchas veces hasta sin el propio título. Quiero pensar que
las ideas deben comportarse así en este espacio delectable, vitales en su
conjunto. Quiero creer que el microrrelato no sólo es de día y que la
semántica tiene que buscar la sinfonía total en las cuatro cuerdas de esa
viola. Se trata, pues, de la supremacía de la idea. Y a pesar de que sigo sin
creer en que alguien puede llegar a tener una voz propia en un espacio
limitante para el herraje con la estilística, quiero pensar que esta voz es
consistente con las imposibilidades que permite: La de meter semillas en
un frasco de salmuera por defender el derecho que tienen de permanecer
dormidas para seguir siendo semillas. Veremos, pues, si continúa la siembra.
Hanzel Lacayo
Managua, 11 de diciembre de 2012
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